Permita-me o leitor que, desta vez, suspenda os habituais temas, sempre um pouco áridos, que aqui venho tratando e me atreva a fazer uma breve incursão na nobre literatura de viagens. Os lugares justificam-na: Sevilha, Córdova e Granada. Ou seja, lugares históricos de embate de civilizações, a islâmica e a católica. Lugares onde a história se encontra registada no seu mais elevado e sofisticado nível.
Quando, em pleno Agosto, cheguei, com a família, a Sevilha deparei com um cenário curioso: ao deslocar-me, a pé, da zona da Igreja de Macarena para o centro, às quatro da tarde, encontrei um autêntico deserto humano, fruto de uma mistura entre a “siesta” e as férias dos muitos sevilhanos que abandonaram a cidade e o calor. O centro, esse, estava repleto de turistas e dos resistentes indígenas que trabalham no turismo. Deslocámo-nos em direcção à Giralda e, depois, ao Real Alcázar, preparando a meticulosa visita do dia seguinte. De facto, quando visitei o Alcázar pela primeira vez fiquei literalmente arrasado pela beleza do Palácio, pelo fabuloso equilíbrio entre o geometrismo exacto do conjunto e a perfeição minuciosa e quase infinita das formas que o revestem e o envolvem. Trata-se de um excesso não excessivo. De um excesso que nos convida a pedir mais. De um tesouro tão trabalhado que nos esmaga com a simplicidade da sua beleza. Mas também de mistério. De imaginários olhares escondidos que resistiram ao tempo, eternizando-se por detrás daquelas redes ou filigranas em gesso, pontes entre o desejo oculto e o mundo exposto naqueles salões. De mistério e de fuga, de olhares fugazes, de traições e assassínios. Numa Andaluzia dos Califados e dos Sultanados árabes. E de Pedro, «O cruel», ou do poderoso Carlos V. Séculos de intensa vida política, de conquistas e de derrotas. E de cultura requintada. O Alcázar, misto de estilos, mas de imponente e difusa presença estética muçulmana, impressiona. Um verdadeiro complexo estético, mas simples na sua relação com o nosso olhar. Quase me atrevia a dizer que, tendo conhecido o Alcázar antes da Alhambra, a visão desta ficou condicionada por tanta beleza concentrada neste Palácio Real.
A Alhambra, claro, é um enorme complexo monumental que multiplica o que já se vira no Real Alcázar. Em primeiro lugar, a dimensão monumental dos Palácios e dos jardins, incluída a residência de Verão dos monarcas, o Generalife. Depois, a localização sobre Granada, em frente ao Bairro Albayzin, na colina oposta. Visão soberba de uma Granada única. O Albayzin e a Alhambra interagem como paisagens em diálogo, estruturando a verdadeira Granada. Qualquer uma das vistas – do alto do Albayzin para a Alhambra ou da Alcazaba ou dos Palácios Nazaríes para o Bairro – é fantástica. Depois, a riqueza interna dos palácios, a sua perfeição geométrica, minuciosa e abundante, deixa-nos perplexos, perante aquele excesso de minúsculas e preciosas formas e materiais que inundam paredes e tectos, gerando, quase paradoxalmente, uma incrível harmonia e simplicidade nos conjuntos. É um poema ao arrojo estilístico, à abundância de formas, à minúcia estética, como se os palácios fossem uma gigantesca filigrana em gesso, lá onde a própria escrita árabe assume um valor estético próprio, quase indiferente aos seus valores semânticos. Um poema à beleza construída. A Alhambra é bem o símbolo de um poder que se manteve séculos por estes lados da Andaluzia. Um poder majestático, mas altamente sofisticado, com um profundo sentido do intemporal.
Antes de chegarmos a Granada, detivemo-nos um dia em Córdova. Quisemos revisitar a Mesquita, hoje Catedral católica de Córdova. Também já a conhecia, desde os meus tempos de liceu até visitas recentes. E confesso que quanto mais a visito mais penoso se torna o percurso, porque não consigo compreender aqueles enxertos católicos num monumento tão diferente e tão belo, uma floresta de colunas onde uma luminosidade coada nos convida à reflexão distante e à serenidade. É um “non-sens” aquela presença difusa em toda a Mesquita dos tradicionais fragmentos iconográficos católicos que chupam literalmente a alma do monumento e a diluem no seu espaço ritualizado, neutralizando-a. Lembra-me Santa Maria sopra Minerva e aqueles cristãos primitivos que construíam os seus templos romanos sobre os próprios fundamentos dos templos pagãos. Não, não estamos perante um diálogo de civilizações. Estamos perante um cruel esmagamento espiritual de uma por outra.
sábado, 18 de julho de 2009
¿Por qué llora Quintana?
«La gentileza de los desconocidos»
Cuento de Antonio Muñoz Molina»
(«Nada del Otro Mundo» - Cuentos)
Una interpretación
Antonio Muñoz Molina nació en Úbeda (Jaén), España, en el ’56 y es considerado como uno de los novelistas más significativos de la literatura española actual. Estudió historia del arte y periodismo en las universidades de Granada y de Madrid. Su primer libro resultó de la compilación, en 1984, de algunos artículos que había publicado en diversos periódicos. Se llama El Robinson urbano. Madrid es un tema recurrente en sus obras. Por ejemplo, Beltenebros (del ‘89), Los misterios de Madrid (del ‘92) y El dueño del secreto (del ’94). También en nuestro cuento la historia ocurre en Madrid. Obtuvo dos premios con dos importantes obras: El invierno en Lisboa (del ’87), Premio de la Crítica y el Nacional de Narrativa, y El jinete polaco (del ’92), Premio Planeta. En 1995 fue elegido académico de la Real Academia Española.
¿Qué podemos decir sobre este cuento, que sólo aparentemente es un cuento policíaco, haciendo una reflexión general en torno a los personajes y a los valores que mueven sus vidas?
1. En primer lugar, hay que empezar por el título del cuento: «la gentileza de los desconocidos». Realmente, se trata de una historia entre dos desconocidos donde, en la superficie, se ve funcionando un tipo de relación que podemos definir con la palabra gentileza.
2. Sin embargo, verdaderamente se trata de un encuentro entre dos soledades muy diferentes, pero comunes en su profunda inadaptación respecto a la sociedad. Incluso la soledad de Quintana que, aunque sea experto en ventas de libros, en su intimidad - y en la realidad - mantiene una relación patológica con los otros, una relación movida por un sentimiento de destrucción, mientras que el encuentro con la soledad de Walberg empieza a producir efectos que lo alejan de su anómala estructura psicológica, emergiendo algo parecido con una segunda personalidad llena de humanidad, incluso de una verdadera sociabilidad rudimentaria (como se puede ver en el acto de tomar té), como si se tratara de pura esquizofrenia.
3. En mi opinión se trata, sin duda alguna, de una reflexión sobre la soledad en tres niveles:
a) por un lado, cuando la soledad se presenta como resultado objetivo de un recorrido de vida, del conjunto de los sucesos de nuestra vida individual, se presenta como algo inevitable, como una cárcel a donde la vida nos ha conducido;
b) por otro lado, cuando la soledad representa una opción espiritual, la elección voluntaria del propio aislamiento espiritual;
c) y, finalmente, cuando la soledad es casi un imperativo físico del ordenamiento del territorio urbano, sobre todo metropolitano.
Nuestro personaje principal explota la síntesis de estos tres niveles:
a) perdió la amistad de sus familiares, de sus amigos; perdió su trabajo y el respeto de la comunidad donde vivía; fue condenado a dos años de cárcel porque tuvo una relación amorosa con una joven de quince años, su alumna;
b) por eso, tuvo que transferirse a Madrid, ciudad inmensa y donde no conocía a nadie;
c) era uno de los más reputados catedráticos latinistas españoles siendo su cotidiano ocupado sobre todo por los estudios antiguos, alejando los problemas de la vida moderna, aunque trabajara en un pequeño centro de estudios, haciendo tareas burocráticas.
En Madrid, Walberg vive solo y sin referencias exteriores.Vive socialmente y subjetivamente aislado. Sin embargo, como ser humano, con sus pulsaciones vitales, no puede dejar de tener necesidad de algunas referencias exteriores, incluso referencias afectivas. Por eso empieza a depender cada vez más de la gentileza de eso desconocido que se llama Quintana. Gentileza que va convirtiéndose en amistad, complicidad, reparto. La relación que mantiene con este personaje sólo es posible porque Walberg vive en aislamiento social radical: Quintana es su puente con el exterior, pero también con su interioridad, con su misma historia personal. Por ejemplo, con Quintana Walberg hablará de su historia con la joven de quince años mientras jamás había pensado en hacerlo con alguien. Yo creo que Quintana, el cortador de labios y asesino de Walberg, es un pretexto de Molina para hablar de la soledad de Walberg con profundidad:
a) por un lado, para subrayar el lado humano, demasiado humano de Walberg, que aunque ya sepa quién es el asesino y que éste lo asesinará también, consigue decirle que no le siente odio y que ni siquiera puede decirle que haya dejado de ser amigo suyo;
b) por otro lado, subrayando la tragedia, pero recuperando la dimensión de autenticidad que siempre emerge en las relaciones humanas más profundas, Molina recupera un sentido para la vida atormentada de Walberg cuando, al final, pone en escena la joven, buscando el afecto perdido de un Walberg que desgraciadamente ha muerto sin saber que el suyo, finalmente, era un afecto profundamente correspondido, sin saber que el futuro podría darle la posibilidad de, con el afecto de una joven mujer, rescatar su torpe vida, sus desgracias, su trágico destino;
c) ¿Finalmente, por qué llora Quintana, el asesino compulsivo? Yo creo que también él compartió el flujo de humanidad que se desarrolló entre estos dos desconocidos, algo más allá de la gentileza, quién sabe si aquel nexo vital que sólo emerge en situaciones tan radicales como la que vivieron estos dos desconocidos: la soledad compartida, el amor y la muerte.
Cuento de Antonio Muñoz Molina»
(«Nada del Otro Mundo» - Cuentos)
Una interpretación
Antonio Muñoz Molina nació en Úbeda (Jaén), España, en el ’56 y es considerado como uno de los novelistas más significativos de la literatura española actual. Estudió historia del arte y periodismo en las universidades de Granada y de Madrid. Su primer libro resultó de la compilación, en 1984, de algunos artículos que había publicado en diversos periódicos. Se llama El Robinson urbano. Madrid es un tema recurrente en sus obras. Por ejemplo, Beltenebros (del ‘89), Los misterios de Madrid (del ‘92) y El dueño del secreto (del ’94). También en nuestro cuento la historia ocurre en Madrid. Obtuvo dos premios con dos importantes obras: El invierno en Lisboa (del ’87), Premio de la Crítica y el Nacional de Narrativa, y El jinete polaco (del ’92), Premio Planeta. En 1995 fue elegido académico de la Real Academia Española.
¿Qué podemos decir sobre este cuento, que sólo aparentemente es un cuento policíaco, haciendo una reflexión general en torno a los personajes y a los valores que mueven sus vidas?
1. En primer lugar, hay que empezar por el título del cuento: «la gentileza de los desconocidos». Realmente, se trata de una historia entre dos desconocidos donde, en la superficie, se ve funcionando un tipo de relación que podemos definir con la palabra gentileza.
2. Sin embargo, verdaderamente se trata de un encuentro entre dos soledades muy diferentes, pero comunes en su profunda inadaptación respecto a la sociedad. Incluso la soledad de Quintana que, aunque sea experto en ventas de libros, en su intimidad - y en la realidad - mantiene una relación patológica con los otros, una relación movida por un sentimiento de destrucción, mientras que el encuentro con la soledad de Walberg empieza a producir efectos que lo alejan de su anómala estructura psicológica, emergiendo algo parecido con una segunda personalidad llena de humanidad, incluso de una verdadera sociabilidad rudimentaria (como se puede ver en el acto de tomar té), como si se tratara de pura esquizofrenia.
3. En mi opinión se trata, sin duda alguna, de una reflexión sobre la soledad en tres niveles:
a) por un lado, cuando la soledad se presenta como resultado objetivo de un recorrido de vida, del conjunto de los sucesos de nuestra vida individual, se presenta como algo inevitable, como una cárcel a donde la vida nos ha conducido;
b) por otro lado, cuando la soledad representa una opción espiritual, la elección voluntaria del propio aislamiento espiritual;
c) y, finalmente, cuando la soledad es casi un imperativo físico del ordenamiento del territorio urbano, sobre todo metropolitano.
Nuestro personaje principal explota la síntesis de estos tres niveles:
a) perdió la amistad de sus familiares, de sus amigos; perdió su trabajo y el respeto de la comunidad donde vivía; fue condenado a dos años de cárcel porque tuvo una relación amorosa con una joven de quince años, su alumna;
b) por eso, tuvo que transferirse a Madrid, ciudad inmensa y donde no conocía a nadie;
c) era uno de los más reputados catedráticos latinistas españoles siendo su cotidiano ocupado sobre todo por los estudios antiguos, alejando los problemas de la vida moderna, aunque trabajara en un pequeño centro de estudios, haciendo tareas burocráticas.
En Madrid, Walberg vive solo y sin referencias exteriores.Vive socialmente y subjetivamente aislado. Sin embargo, como ser humano, con sus pulsaciones vitales, no puede dejar de tener necesidad de algunas referencias exteriores, incluso referencias afectivas. Por eso empieza a depender cada vez más de la gentileza de eso desconocido que se llama Quintana. Gentileza que va convirtiéndose en amistad, complicidad, reparto. La relación que mantiene con este personaje sólo es posible porque Walberg vive en aislamiento social radical: Quintana es su puente con el exterior, pero también con su interioridad, con su misma historia personal. Por ejemplo, con Quintana Walberg hablará de su historia con la joven de quince años mientras jamás había pensado en hacerlo con alguien. Yo creo que Quintana, el cortador de labios y asesino de Walberg, es un pretexto de Molina para hablar de la soledad de Walberg con profundidad:
a) por un lado, para subrayar el lado humano, demasiado humano de Walberg, que aunque ya sepa quién es el asesino y que éste lo asesinará también, consigue decirle que no le siente odio y que ni siquiera puede decirle que haya dejado de ser amigo suyo;
b) por otro lado, subrayando la tragedia, pero recuperando la dimensión de autenticidad que siempre emerge en las relaciones humanas más profundas, Molina recupera un sentido para la vida atormentada de Walberg cuando, al final, pone en escena la joven, buscando el afecto perdido de un Walberg que desgraciadamente ha muerto sin saber que el suyo, finalmente, era un afecto profundamente correspondido, sin saber que el futuro podría darle la posibilidad de, con el afecto de una joven mujer, rescatar su torpe vida, sus desgracias, su trágico destino;
c) ¿Finalmente, por qué llora Quintana, el asesino compulsivo? Yo creo que también él compartió el flujo de humanidad que se desarrolló entre estos dos desconocidos, algo más allá de la gentileza, quién sabe si aquel nexo vital que sólo emerge en situaciones tan radicales como la que vivieron estos dos desconocidos: la soledad compartida, el amor y la muerte.
quarta-feira, 15 de julho de 2009
Diversidade cultural e democracia
Proponho uma reflexão sobre o tema diversidade cultural e democracia, porque a «moldura» democrática é aquela que melhor faz emergir o tema da diversidade cultural em toda a sua complexidade e delicadeza, sabendo-se que nos regimes não democráticos a diversidade cultural nunca é garantida ou, pelo menos, nunca se exprime de forma livre e igual. Entendo, naturalmente, a diversidade cultural no seu sentido mais amplo, incluindo religiões, costumes, estilos de vida, tradições, cultura reflexiva. Diversidade que pode ou não exprimir pertenças etnográficas e territoriais, mas que certamente exprime identidades histórico-sociais, que são também diferenças sociológicas e formas expressivas diferenciadas, lá onde, paradoxalmente, afinal, a cultura surge como forma privilegiada de convergência para a universalidade. Isto é, a diversidade cultural exprime diversos modos de acesso à universalidade, quando entendemos a cultura como via de acesso aos nexos primordiais da existência humana. Esses nexos que a arte, a filosofia ou a própria ciência procuram captar de forma diferente, mas sempre sob o signo da universalidade.
O aparente paradoxo tem, todavia, resolução quando se verifica que é possível traduzir uma cultura na linguagem de outra, reconduzindo ambas à ideia comum de género, lá onde reside o núcleo distintivo da ideia de humanidade, onde estão ancoradas as grandes tensões que comandam a vida: a tensão erótica, a angústia perante a morte, a justiça, a beleza, a bondade, a guerra.
Mas se o problema existe ele deriva, em meu entender, mais da enorme amplitude que assumem as formas culturais (do folclore, em sentido gramsciano, à alta cultura, passando pela cultura de massas) do que daquilo que poderíamos designar por «núcleo duro» da cultura, ou seja, da sua dimensão reflexiva, aquela que descodifica esse complexo que envolve simbolicamente os nexos fundamentais da existência. É a grande amplitude da forma cultural que torna possível a sua historicização, a sua transformação em força material, fluxo vital, prática simbólica quotidiana. Mas é também por isso que as formas culturais, na sua expressão mais difusa, ou popular, surgem como realidades fragmentárias, caóticas e desordenadas (Gramsci). Deste modo, só a sua dimensão reflexiva permite reconduzir as formas heterogéneas de expressão cultural ao seu significado originário, removendo roupagens simbólicas puramente locais. «Uma grande cultura», diz Gramsci, «pode traduzir-se na língua de uma outra grande cultura (...). Mas um dialecto não pode fazer a mesma coisa» (Gramsci, 1975: 1377). Há uma grande diferença entre uma reflexão teológica sobre a graça ou a predestinação e os concretos rituais religiosos quotidianos que tornam viva uma crença religiosa. São estes que conferem força vital ao fenómeno religioso, mas é aquela que pode evidenciar a dimensão universal de uma religião, tornando-a compatível e traduzível nos termos de outra religião.
A universalidade das formas culturais reconduz-se ao seu núcleo íntimo, essencial, já que é nele que está inscrita uma matriz existencial, uma relação originária, ontológica, primordial do homem com o ser, seja ele natural ou divino. Nas religiões, por exemplo, a relação primordial é a que nos coloca perante a fronteira última da vida. Como nalgumas filosofias, a da existência, por exemplo. Mas pode tratar-se também do horizonte supremo do amor. De qualquer modo, trata-se sempre de uma relação originária exemplar, por exemplo, encarnada na figura de um profeta, capaz de gerar, eventualmente por imitação, como diria Gabriel Tarde, comportamentos colectivos perduráveis no tempo, institucionalizando-os, normalizando-os, ritualizando-os. Na origem da cultura científica mais complexa está uma relação física do homem com a natureza. «Prima furon le cose, e poi i nomi», dizia Galileu. E se é verdade que a universalidade do pensamento técnico-científico reside na univocidade da linguagem numérica com que opera, também é verdade que ela não deixa de residir primordialmente numa simples relação física e pragmática do homem com a natureza, logo, numa relação verificável universalmente, porque repetível. Os nomes, por mais abstractos que sejam, remetem originariamente para as coisas, como queria Galileu.
É na presença de uma dimensão universal no núcleo originário das diversas formas culturais que reside a possibilidade da sua traduzibilidade. O que é diferente dos ritos, das práticas sociais e comportamentais que essas formas culturais assumem ao longo do tempo, isto é, no processo da sua progressiva socialização. Nem o espírito do cristianismo pode decorrer da forma que assumiu no séc. XVI com a Inquisição, nem o islamismo das práticas concretas que assumiu com o domínio da cultura talibã, no Afeganistão. Mas são acessíveis através da exegese das Sagradas Escrituras e do Corão. Isto é, quando as formas culturais se exprimem, por um lado, com a linguagem metamorfoseada e mecânica do agir quotidiano e, por outro, com a linguagem do poder elas tendem, enquanto tais, a perder universalidade e, por conseguinte, tendem a perder traduzibilidade. Por um lado, porque estão contaminadas por lógicas que lhes são externas e, por outro, porque, como se compreende, é destes dois fenómenos – o agir simbólíco quotidiano e o poder - que deriva a sua concreta possibilidade de historicização ou individualização, a sua transmutação em forças materiais. Devendo-se, por isso, no caso do agir quotidiano ou dos rituais difusos, fazer um esforço de redução do complexo de práticas aos seus nexos essenciais, formulados, por exemplo, no Corão. Que, de resto, por um lado, contém repetidas alusões às Sagradas Escrituras e, por outro, se distancia, em muitos aspectos, por exemplo, no caso da poligamia (veja-se Bausani, 1988: LVI), das concretas práticas seguidas no mundo islâmico em geral. As grandes fontes inspiradoras possuem sempre uma dimensão universal, logo partilhável.
É, por isso, necessário executar uma espécie de «epochê» fenomenológica, um esforço de redução das práticas rituais aos princípios constituintes fundamentais. No caso da contaminação política das formas culturais tratar-se-ia também de suspender a lógica de poder que se lhes sobrepôs para compreender a sua profunda razão de ser, o seu sentido originário. Não é difícil
compreender quanto digo se pensarmos no integralismo islâmico ou então no famoso zdanovismo soviético.
No primeiro caso, a diversidade das formas culturais é rejeitada em nome de um monismo religioso que exclui à partida a hipótese de traduzibilidade, logo, a própria pluralidade de vivências universais. A própria tradução em línguas estrangeiras do Corão conheceu graves dificuldades nos ambientes muçulmanos tal era o conceito de unicidade, de inimitabilidade do texto sagrado. A universalidade só seria atingível através da imposição política dessa concreta mundividência, entendida como única, no sentido de que só ela continha a chave interpretativa da recta via para a salvação. A leitura teocrática da história admite uma só forma de expressão cultural, logo, anula a própria ideia de diversidade cultural.
No segundo caso, também se verifica uma indevida injunção política no campo cultural, designadamente no próprio plano da ciência, com o famoso zdanovismo ou com a doutrina do biólogo Lyssenko: a ciência, designadamente a biologia, só poderia ser instituída a partir das leis do materialismo dialéctico. Uma visão monista e antagonista do real e da história impedia a intercambiabilidade das formas culturais, lá onde a diferença era considerada erro, engano ou mentira intencional (da burguesia). Também aqui a universalidade só pode emanar de um único centro, o comunismo, não sendo admitidas formas plurais de acesso à universalidade, reciprocamente traduzíveis, e, portanto, intercambiáveis. Uma fórmula lapidar, extremamente eficaz, de Joseph Roth, pode servir de contraponto exemplar a esta visão do mundo que tudo reduzia a um dualismo incomponível. Diz Roth, a propósito de uma dança de origem afro-americana tão em voga na Europa dos anos vinte: «não se dança o charleston porque o mundo é capitalista. Dança-se o charleston porque ele é uma das formas de expressão da sociabilidade da nossa época».
O aparente paradoxo tem, todavia, resolução quando se verifica que é possível traduzir uma cultura na linguagem de outra, reconduzindo ambas à ideia comum de género, lá onde reside o núcleo distintivo da ideia de humanidade, onde estão ancoradas as grandes tensões que comandam a vida: a tensão erótica, a angústia perante a morte, a justiça, a beleza, a bondade, a guerra.
Mas se o problema existe ele deriva, em meu entender, mais da enorme amplitude que assumem as formas culturais (do folclore, em sentido gramsciano, à alta cultura, passando pela cultura de massas) do que daquilo que poderíamos designar por «núcleo duro» da cultura, ou seja, da sua dimensão reflexiva, aquela que descodifica esse complexo que envolve simbolicamente os nexos fundamentais da existência. É a grande amplitude da forma cultural que torna possível a sua historicização, a sua transformação em força material, fluxo vital, prática simbólica quotidiana. Mas é também por isso que as formas culturais, na sua expressão mais difusa, ou popular, surgem como realidades fragmentárias, caóticas e desordenadas (Gramsci). Deste modo, só a sua dimensão reflexiva permite reconduzir as formas heterogéneas de expressão cultural ao seu significado originário, removendo roupagens simbólicas puramente locais. «Uma grande cultura», diz Gramsci, «pode traduzir-se na língua de uma outra grande cultura (...). Mas um dialecto não pode fazer a mesma coisa» (Gramsci, 1975: 1377). Há uma grande diferença entre uma reflexão teológica sobre a graça ou a predestinação e os concretos rituais religiosos quotidianos que tornam viva uma crença religiosa. São estes que conferem força vital ao fenómeno religioso, mas é aquela que pode evidenciar a dimensão universal de uma religião, tornando-a compatível e traduzível nos termos de outra religião.
A universalidade das formas culturais reconduz-se ao seu núcleo íntimo, essencial, já que é nele que está inscrita uma matriz existencial, uma relação originária, ontológica, primordial do homem com o ser, seja ele natural ou divino. Nas religiões, por exemplo, a relação primordial é a que nos coloca perante a fronteira última da vida. Como nalgumas filosofias, a da existência, por exemplo. Mas pode tratar-se também do horizonte supremo do amor. De qualquer modo, trata-se sempre de uma relação originária exemplar, por exemplo, encarnada na figura de um profeta, capaz de gerar, eventualmente por imitação, como diria Gabriel Tarde, comportamentos colectivos perduráveis no tempo, institucionalizando-os, normalizando-os, ritualizando-os. Na origem da cultura científica mais complexa está uma relação física do homem com a natureza. «Prima furon le cose, e poi i nomi», dizia Galileu. E se é verdade que a universalidade do pensamento técnico-científico reside na univocidade da linguagem numérica com que opera, também é verdade que ela não deixa de residir primordialmente numa simples relação física e pragmática do homem com a natureza, logo, numa relação verificável universalmente, porque repetível. Os nomes, por mais abstractos que sejam, remetem originariamente para as coisas, como queria Galileu.
É na presença de uma dimensão universal no núcleo originário das diversas formas culturais que reside a possibilidade da sua traduzibilidade. O que é diferente dos ritos, das práticas sociais e comportamentais que essas formas culturais assumem ao longo do tempo, isto é, no processo da sua progressiva socialização. Nem o espírito do cristianismo pode decorrer da forma que assumiu no séc. XVI com a Inquisição, nem o islamismo das práticas concretas que assumiu com o domínio da cultura talibã, no Afeganistão. Mas são acessíveis através da exegese das Sagradas Escrituras e do Corão. Isto é, quando as formas culturais se exprimem, por um lado, com a linguagem metamorfoseada e mecânica do agir quotidiano e, por outro, com a linguagem do poder elas tendem, enquanto tais, a perder universalidade e, por conseguinte, tendem a perder traduzibilidade. Por um lado, porque estão contaminadas por lógicas que lhes são externas e, por outro, porque, como se compreende, é destes dois fenómenos – o agir simbólíco quotidiano e o poder - que deriva a sua concreta possibilidade de historicização ou individualização, a sua transmutação em forças materiais. Devendo-se, por isso, no caso do agir quotidiano ou dos rituais difusos, fazer um esforço de redução do complexo de práticas aos seus nexos essenciais, formulados, por exemplo, no Corão. Que, de resto, por um lado, contém repetidas alusões às Sagradas Escrituras e, por outro, se distancia, em muitos aspectos, por exemplo, no caso da poligamia (veja-se Bausani, 1988: LVI), das concretas práticas seguidas no mundo islâmico em geral. As grandes fontes inspiradoras possuem sempre uma dimensão universal, logo partilhável.
É, por isso, necessário executar uma espécie de «epochê» fenomenológica, um esforço de redução das práticas rituais aos princípios constituintes fundamentais. No caso da contaminação política das formas culturais tratar-se-ia também de suspender a lógica de poder que se lhes sobrepôs para compreender a sua profunda razão de ser, o seu sentido originário. Não é difícil
compreender quanto digo se pensarmos no integralismo islâmico ou então no famoso zdanovismo soviético.
No primeiro caso, a diversidade das formas culturais é rejeitada em nome de um monismo religioso que exclui à partida a hipótese de traduzibilidade, logo, a própria pluralidade de vivências universais. A própria tradução em línguas estrangeiras do Corão conheceu graves dificuldades nos ambientes muçulmanos tal era o conceito de unicidade, de inimitabilidade do texto sagrado. A universalidade só seria atingível através da imposição política dessa concreta mundividência, entendida como única, no sentido de que só ela continha a chave interpretativa da recta via para a salvação. A leitura teocrática da história admite uma só forma de expressão cultural, logo, anula a própria ideia de diversidade cultural.
No segundo caso, também se verifica uma indevida injunção política no campo cultural, designadamente no próprio plano da ciência, com o famoso zdanovismo ou com a doutrina do biólogo Lyssenko: a ciência, designadamente a biologia, só poderia ser instituída a partir das leis do materialismo dialéctico. Uma visão monista e antagonista do real e da história impedia a intercambiabilidade das formas culturais, lá onde a diferença era considerada erro, engano ou mentira intencional (da burguesia). Também aqui a universalidade só pode emanar de um único centro, o comunismo, não sendo admitidas formas plurais de acesso à universalidade, reciprocamente traduzíveis, e, portanto, intercambiáveis. Uma fórmula lapidar, extremamente eficaz, de Joseph Roth, pode servir de contraponto exemplar a esta visão do mundo que tudo reduzia a um dualismo incomponível. Diz Roth, a propósito de uma dança de origem afro-americana tão em voga na Europa dos anos vinte: «não se dança o charleston porque o mundo é capitalista. Dança-se o charleston porque ele é uma das formas de expressão da sociabilidade da nossa época».
Interacção cultural, laicidade do Estado e laicidade do debate
A questão da diversidade cultural inicia-se verdadeiramente quando as diversas formas de poder se relativizam, perdem a vocação totalizante, se autonomizam e diferenciam no interior dos sistemas sociais. E quando a nação deixa de fundar o Estado sob um pressuposto pré-político de carácter étnico (Habermas, 1991: 123-146). Quando a cidadania deixa de ser prisioneira do jus solis e do jus sanguinis, porque passa a ser admitido o contraponto da emigração e da renúncia à nacionalidade. É assim com a democracia moderna. Nela a diferença já não é entendida no sentido absoluto, até porque se trata de um sistema que institucionaliza a diferença no seu próprio interior e que a relativiza em relação ao exterior. Diz Rawls que as verdadeiras sociedades democráticas não fazem (ou não deveriam fazer) a guerra entre si, porque, compreende-se, o princípio do antagonismo absoluto não faz parte da sua gramática (Rawls, 1995). A diferenciação interna dos sistemas sociais, a desvinculação do Estado do seu fundamento étnico-natural e a emergência do cosmopolitismo vieram relativizar a diferença e a descomprimir o espaço da afirmação da diversidade.
As democracias tendem, por isso, cada vez mais, a incorporar nas suas constituições os grandes princípios cosmopolitas que definem uma pertença não naturalística nem tradicional de cada um à Nação e, por esta via, ao género humano. A cidadania inscreve-se cada vez mais neste registo cosmopolita que enquadra os direitos políticos de viver sob regime democrático e segundo um princípio semelhante ao que foi formulado por Kant com a lei fundamental da razão pura prática: «age de tal modo que a máxima da tua vontade [política] possa sempre valer ao mesmo tempo como princípio de uma legislação universal» (Kant, 1966: 30). O Estado desvinculou-se – já com os contratualistas assim era – do fundamento étnico-natural da Nação para se ancorar aos grandes princípios cosmopolitas, consignados na Declaração universal dos direitos do homem. Ele passou de um registo naturalista a um registo cosmopolita, por entreposta Nação. Neste sentido, não tem fronteiras nem uma identidade substancial pré-determinada. Por isso, constitui-se mais como espaço aberto de afirmação de identidades culturais múltiplas. Que não contradizem a sua vocação universal, por um lado, porque elas próprias, como vimos, possuem dimensão universal, logo, mantêm com ele um virtual ponto de contacto, por outro, porque se exprimem no plano do privado, do não público, constituindo-se como variáveis independentes de um sistema cuja constante é a Lei constitucional. Pelo contrário, é a própria universalidade do Estado que garante a diversidade cultural, já que essa é uma universalidade laica, garante dos grandes princípios, mas que não impõe à sociedade civil concretas opções culturais.
Num debate de há anos entre Michel Rocard e Paul Ricoeur falava-se precisamente da laicidade do Estado, a laicidade neutra, mas Ricoeur juntava-lhe a necessidade de promover uma laicidade do debate, que é a da sociedade civil. Entre uma e outra Rocard colocou a escola, lá onde se joga de forma mais complexa o encontro entre a laicidade do Estado e a diversidade cultural interventiva da sociedade civil. Ricoeur critica o excessivo asseptismo da escola, como resultado de uma projecção, nela, do laicismo radical do Estado francês. De onde resulta, no seu entendimento, um enfraquecimento de convicções da própria sociedade civil (Ricoeur/Rocard, 1991: 207-223).
Mas esta é que é a questão. Não intervindo directamente, o Estado tem a obrigação de promover a laicidade do debate, criando canais para que as diversas culturas presentes na sociedade civil possam surgir como verdadeiras propriedades emergentes do sistema social. O Estado, ao não impor uma identidade substancial, está a criar condições para que cada cidadão escolha ou construa livremente a sua própria identidade cultural, se construa livremente, para além do paternalismo de um Estado-nação que já nem sequer se identifica com um fundamento étnico-natural ou mesmo com um concreto território. É que as fronteiras vão perdendo significado confrontadas que estão com fluxos globais que já não têm de exibir passaporte: fluxos financeiros, comunicacionais, culturais. O que significa que o Estado não pode deixar de integrar na sua lógica estratégica interna este movimento de interacção universal.
É neste quadro amplo que deve ser entendida a diversidade cultural.
Chador, laicidade e lealdade constitucional
Em 1989, em França, Creil, três jovens muçulmanas apresentaram-se na escola com chador e recusaram-se a frequentar as aulas de biologia e de educação física. Foram expulsas. Depois de um longo braço de ferro, Lionel Jospin, então ministro da educação, consultado previamente o Conselho de Estado, ordenou a sua readmissão. Mais tarde, François Bayrou, ministro da educação, emitiu uma circular que proibia o uso de «símbolos ostensivos que constituam em si mesmos factor de proselitismo e discriminação». A circular usava quase os mesmos termos do parecer do Conselho de Estado.
Trata-se de uma questão altamente sensível e a sua resolução depende da posição que se tomar em relação ao carácter laico do espaço institucional da escola pública. A questão seria simples se alguém se apresentasse na escola com a suástica: estaria em causa a própria ordem constitucional e esse alguém seria expulso. O mesmo não vale para o chador enquanto a religião não se assumir como alternativa política ao Estado laico. E mesmo assim as jovens foram expulsas. A questão pôs-se precisamente porque a escola pública ocupa um lugar intermédio, logo ambíguo, entre um Estado laico e uma sociedade civil culturalmente multifacetada. A expulsão deve-se, pois, a uma leitura excessivamente asséptica – ou a um radicalismo laicista – do espaço escolar como instituição estatal. A reintegração deve-se a uma assunção da escola pública como organismo híbrido, no sentido em que o definia Rocard. Os conteúdos são laicos, mas os estudantes não são funcionários do Estado, são livres e iguais. Em meu entender, a opção de Jospin é a mais conforme ao sentido da democracia. Só o Estado não deve exibir opções culturais específicas, reservando a sua intervenção para os princípios constitucionais, mas garantindo e promovendo espaço público para a afirmação das diversas culturas, de forma livre e igual. É claro que a exibição de um chador, ou, em caso mais extremo, de uma burka (mas esta põe, pelo menos, mais problemas de identificação pessoal), pode ser interpretada como exibição da amputação de um direito consagrado constitucionalmente, a subalternidade explícita da mulher. E proibi-lo tal como se proíbe a consumação legal da bigamia.
A questão do chador foi reduzida pelo Conselho de Estado à proibição de uso indevido das instituições estatais para fins de propaganda, neste caso, do islamismo, que não para a livre expressão de convicções íntimas e singulares. Elisabetta Galleotti põe a questão da seguinte maneira. Ir à escola com chador pode significar: a) expressão da própria fé privada (o que deveria ser tolerado); b) exibição agressiva do fundamentalismo islâmico (o que deveria ser proibido); c) símbolo da subordinação feminina (o que é problemático já que a liberdade não se pode impor coercitivamente). Mas, conclui a autora, d) o chador pode significar, por parte de uma minoria cultural, linguística e religiosa, a reivindicação do reconhecimento público das próprias diferenças e identidades colectivas, socialmente marginais e facilmente objecto de preconceitos e de intolerância. A autora inclina-se para esta leitura entendida como mais congenial à democracia. Uma abertura inclusiva deste tipo, em vez de dar espaço ao fundamentalismo islãmico, pelo contrário, reforça, para o Estado, a possibilidade de exigir efectiva lealdade constitucional às diversas formas de expressão cultural ou religiosa (Galeotti, 1994: 58).
Conclusão
Este caso inclui exemplarmente todas as grandes questões que se põem à relação entre democracia e diversidade cultural, já que toca num elemento central do sistema democrático, a escola pública, onde se cruza a exigência de laicidade integral do Estado moderno com a emergência multicultural da sociedade civil, numa livre interacção de culturas que se exprimem no interior daquilo a que Habermas chama «patriotismo constitucional» (Verfassungspatriotismus). Se a escola pública não pode ser um lugar de culto, ela deve, todavia, constituir-se como canal de acesso cognitivo às diversas formas de expressão cultural. O uso do chador na escola, enquanto mera atitude existencial individual, ao lado de outras formas de representação externa de assunçõesinteriores, até pode representar o exemplo vivo da equidistância cultural do próprio Estado, mas também o exemplo de como o Estado pode abrir o espaço público às interacções culturais. Ou seja, fazer o contrário do integralismo religioso.
É claro que muitas formas culturais nas suas concretas articulações históricas, nos seus rituais socialmente assumidos – e, por exemplo, a questão da poligamia até no Corão é problemática – poderão conter elementos não totalmente aderentes às disposições constitucionais. Mas aí intervém o direito positivo quando um sujeito jurídico em causa reivindicar os direitos e garantias consagrados na lei ou, então, quando a esfera pública não comportar desequilíbrios que possam pôr em causa a ordem constitucional, os princípios da liberdade e da igualdade. O Estado tem o dever de promover todas as condições necessárias à plena emancipação do cidadão, para que este possa exercer a liberdade com todas as consequências. Uma cidadã francesa pode optar pelos princípios corânicos da religião islâmica mantendo-se leal aos princípios constitucionais. Ela pode, no plano político, optar pelo voto nos partidos que melhor representam a laicidade do Estado, enquanto é esta que lhe permite abraçar a religião islâmica. Numa palavra, porque este sistema é o que melhor se adequa ao exercício da sua liberdade interior.
Uma sociedade multicultural pode constituir o contraponto construtivo a um Estado que cada vez mais tende a evoluir para formas de cosmopolitismo constitucional. O exemplo europeu bem pode servir de ponto de partida para uma reflexão em torno desta questão. Se é interessante seguir as reflexões de um Federico Chabod acerca da ideia de Europa (Chabod, 1984), de uma identidade político-cultural europeia, é ainda mais interessante reflectir sobre a recomposição multicultural que esta mesma Europa está hoje a sofrer. A universalidade de que a Europa se reivindica, quer no plano político-constitucional quer no plano ideal, é perfeitamente componível com culturas que exprimem também uma universalidade que está inscrita nos seus nexos doutrinários primordiais ou originários mais profundos. E, se assim for, isso significa que a interacção produtiva e criativa é possível e desejável no quadro do moderno Estado democrático. Concluiria dizendo que a cultura é a verdadeira condição da tolerância.
Referências Bibliográficas
BAUSANI, Alessandro (1988) Introduzione a «Il Corano», Milano, Rizzoli.
CHABOD, Federico (1984) Storia dell’idea d’Europa [1961], Roma-Bari.
GALEOTTI, Elisabetta (1994) Il fascino discreto di un chador, in Reset, Roma, n.º 10, Outubro de 1994.
GRAMSCI, Antonio (1975), Quaderni del Carcere, Torino, Einaudi.
HABERMAS, Jürgen (1991) Cittadinanza e Identità Nazionale, in MicroMega, Roma, 5/91.
KANT, Emmanuel (1966) Critique de la Raison Pratique, Paris, PUF.
RICOEUR, Paul/ ROCARD, Michel (1991) Giustizia e mercato, in MicroMega, Roma, 2/91.
RAWLS, John (1995) Hiroxima cinquant’anni dopo, perché non dovevamo, in Vários, 1995.
VÁRIOS (1995) Hiroxima, non dovevamo, Roma, Reset.
(Intervenção nos Encontros Internacionais de Sintra,
promovidos pela SEDES, em 1/2 de Junho de 2002:
«A Europa, civilizações, valores e futuro»)
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